miércoles, 7 de agosto de 2013

Un extraño olor a noche

Y no podía conciliar el sueño, entre-dormido, escuchando los ruidos de la noche, desenvolviéndome, a pecho desnudo. Daban las once, las doce, las doce y cincuenta, las una de la madrugada. El mundo rotaba, la noche casi pasaba, pasaba y abajo yo pasando de la cama al suelo. La puerta entreabierta, dejando el telón abierto a la mayor audiencia del teatro en que me encontraba, oír a quien no me escuchaba, sólo a la noche murmurante, al conjunto de papeles, los aparatos, el monitor, el ropero y la cama. Era el público muerto que sentía. Con mis ojeras naciendo, la pesadez de los ojos que se inmutaba ante una extraña sensación. Se cocinaba la planta que la llaman "huele de noche" -porque sólo huele en las noches- con los condimentos nocturnos de una memoria, evaporándose, esparciendo. Antes de eso no podía salir a la esquina del abarrotes de doña Lore por el azúcar; la bullería, la tomadera, la esquina inundada, la tormenta, él su sinónimo o antónimo. No se sabía cómo describir.
     El silencio entonaba con cada uno de sus pasos una canción diciendo, refractando, pidiendo, otra vez diciendo y esparciendo  amor. Y su piel tan tibia, pasándole las manos sobre la cintura, era la ruta que podía seguir río arriba, sin remas, hasta entrecruzar las manos detrás de ella, terminando de subir. Luego su cabello, sus flecos, desembocando en su boca, alejándome y estancándome de nuevo para ararle sus minúsculos surcos empapados, en el naranja, en su brillante, en su nutrido suelo por esa tarde color naranja. Bajo sus cejas finas, sus pestañas guardando  un estanque en medio de la resaca, sus ojos negros, la luna reflejada sobre las ondas del agua.
     Resurgía luego luego, entre los rines del tiempo, entre las piedras, impercatable de la vida, ella crecía. Y el silencio crecía y crecía, atravesando, entrecruzándose una y otra vez sus hebras, cada día, su dulce cuello, su cuerpo bello.  Como las goteras, las gotas en la cocina, en el fogón, cada vez mayores, altisonantes, como perfume de mujer en cada roce para suspirar. Él resistía las decepciones en los parpados, amarrando sus ganas de llorar en un himno de gratitud que lo quemaría dulcemente con la miel aguardada en su alacena.
   Él en las noches escuchando, luego la cena con el agua en dos situaciones, una en un mesa, la otra en el ambiente de afuera, leyendo cada una de las persuaciones que salían entre el aroma de unos cabellos recién mojados con shampoo para el encanto de un rato. 
  Sobre su pecho, sobre mi pecho. Luego la luz plata de la luna en la puerta, mi cabeza recostada sobre ella, parecían bendiciones de esas de domingo en las misa de la mañana, unión de dos consuelos, con el corazón sintiendo la percepción de los cielos en cada una de las doscientas y tantas células.

Acá, una canción para el sentir.

1 comentario:

  1. Siempre habrá una lectura de la noche y el sielencio, pero está más sentida, hablando desde los redaños...UN abrazo. carlos

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