sábado, 1 de febrero de 2014

Estoy día tras día en una fresca noche de verano en la mirada. Ni de mi estado, edad, ni de la condición de mis neumáticos para poder verte, ni de las tuyas, de nada. No me percato de nada

Hueles a madrugadas en valle con tazas cargadas de molienda, de furor. Hueles a humedad cerca del río. Cautivas como una punta de hoja de margarita. Sobre todo porque estás como ellas, húmeda de rocío. 

En días de alebrijes se le ve salir al sol imponiendo sus rayos sin mínima batalla para desaparecer a fuego lento la niebla de la noche que queda sobre pueblos. Pequeño como el conjunto de gente a esas deshoras, muy pequeño. Hay a esas deshoras tantos que se van encerrados a un reino mágico por el pavimento sin oler el clima, esas horas, ese tiempo que se les escapa.  Más alrato, por aquí y por allá hay gente amarrada del cuello, apretada, con su inocente ignorancia amallada. Pero Dios es grande, misericordioso, castigante y compasivo. Sale para todos, ellos creen  que tienen muchas llagas. Ella con su mirada de virgen que entiende la soledad cura -como a ellos- mis llagas. Así se siente, un algodón de azúcar, un vacío que llena vacío. Es mirarse entre tantas cosas vivas, sintiéndonos las más vivas por un rato de algunos días.

Hasta dicen que hasta briagos tú les hablas. Sus miradas vivas dilatadas, agarrados, vestidos de blanco, mirando otra cosa que es nada.

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