miércoles, 11 de septiembre de 2013

Soledad Mazín.

Me acordé de Soledad Mazín, un pueblo visitado.

Doblamos en una desviación, por ahí de las cuatro y tanto de la tarde. Se leía en una tabla con gises y semipodrida: "Soledad Mazín". Todo el trayecto era cañería, a medio kilómetro antes del pueblillo yacían los charcos de agua, de la lluvia y el río distante. Los rayos agonizantes detrás de los pinos verde tierno -no los conocía, les dije pinos- Los grumos de algodones oscuros ocultaban ya al sol, más adelante ya no había sol, sólo quietud café bajo los grumos.

La canción quedaba como anillo al dedo, como la figura de aquel muchacho invalidado físicamente, como su incapacidad y tan alta capacidad mental, esa manera de rasguear las cuerdas, su canto proyectaba sus horas y horas ensayando acordes, no podría tener otra cosa más que hacer, eso era! Su talento en la imagen de los pares de ojos que no olvidan. Estaba por revivir momentos y sentimientos que se remontan a lugares remotos, con personas,  con esos momentos sacudiéndoles el polvo. Tal cual -con voz quedita-... expresar su talento, de esa manera. Era música, arte rupestre, sus ganas soltándose de cadenas para ir sollozando. Su voz temblante, ondas sonoras minúsculas que se quedan ahí entre la pared azul, entre los jarros con flores, entre los corazones bondadosos de las mujeres grandes y chicas. Y yo como un globo sin aire, que poco a poco me inflaba con aire puro. Me inflaba, y luego dejaba escapar aquel aire, una colonia, como si contuviera  más alcohol para que fragancia. Mi padre hablaba como yo quería ser, soltado, con ese aliento de amor al prójimo que no comprendía de dónde venía, venía de un alma en pleno auge de primavera -creo saber-.
   Una mujer ya grande con su cabello canoso, con síndrome de down, me saludaba a larga distancia, dos o tres bancos más adelante. Muecas con inocencia, aún con el transtorno, ella era la primerita -me dijo- en la capilla. Fueron las cinco y diez cuando empezaba la celebranza.  
(Antes). Luego las niñas, muchachitas que según muy disimuladamente me veían, la curiosidad esta vez no mataba al gato.
Tumbr! Tumbr! Los sonidos del trueno llegaban. El reflejo de la copa se asemejaba a los relámpagos en los ojos del aquel, su sonrisa y entusiasmo por enseñar. Más que una sonrisa que castraba a los más indolentes, su lengua que parecía matar demonios que para mí existen lejos, lejos, muy lejos, fuera de ese pueblo. No allí, no allí. Y el canto:...
-El silencio está entonando una oración, de paz y amor... el silencio está entonando... De una pared a la otra, el retumbe, al mismo son de la cantada: tumbr, tumbr. Y por la ventana... el tiempo era un amor quieto, esta vez de un color marrón oscuro, con dientes temblantes de gozo por arañar la felicidad confortante que sucedió de la siembra blanca. De ello salía, de lo blanco. Se sentía como ir en bajada, el aire te entraba hasta el estómago, cerrando los ojos y sintiendo toda la mezcla de frescura alla afuera.
  Las láminas con sus crecientes tac, tac, tac, las gotitas cayendo para la esponja del alma, de cada cabello largo y alaciado, con sus trenzas, nudos de cebolla, sus rosarios fantasía las corrientes minúsculas de agua y aire en los oídos. El libro sobre las piernas, sobre lo que parecía ser una especie de estante al gusto de aquel discapacitado, sobre sus piernas. No me sabía su nombre, sólo sabía que le faltaba gel para su cabello desarreglado, descuidado porque sabía que eso no valía tanto.  Entonaba la antifonía de entrada, con voz de mariachi, y mi voz, mi dolor esfumante que salía, desde mi pecho cansado por la antenoche con fiebre, flema, todo sumido, mis ojos sumidos. 

3 comentarios:

  1. Me identifico con tu escrito, con esa circunstancia de la tormenta, su sonido, los miedos, las figuraciones...
    Un abrazo.

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  2. La ida a los pueblos, tienen ese tinte extraño, ajeno al sabor de las ciudades. hay un misterio...y los seres resultan más esperpénticos...UN abrazo. Carlos

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