miércoles, 9 de octubre de 2013

Esperanza

Está el día apaciguante pero no salí a buscar a nadie porque no quiero perder el encuentro de todos los días, conmigo mismo. Sí, lo sé. Es ir y venir, subir y bajar los escalones deslizando mis manos para que mis pasos sean firmes, sin tambalear entre los pasillos, sin la necesidad de cojer el mango negro de mi mochila para que mis manos no se comporten nerviosas como mi conciencia, aún así estando tranquila. Éso para mí es un estado extraño, un estado de seguridad que no va conmigo. Soy inseguro, inseguro de que si me saludas  de la manera acostumbrada es por lástima o porque en verdad eres así, o porque sigues la misma costumbre  que los demás.  Y más aparte de eso, en una ubicación exacta, un punto de encuentro al cerrar la puerta, dos nortes que se encuentran inóspitamente, ahí me encuentras.  Es inusual que una puerta de entrada se azote, es atraíble el retazo que cuelga de la cerca, y más aún, cuando te encuentras en plenitud. Tienes que verlo así: un invierno a punto de llegar o una tormenta. La tormenta que es en verdad una tormenta; sin viento no hay tormenta, no sería otra cosa mas que lluvia. Y la lluvia apacigua, la tormenta revuelve la conciencia de pocos; pero ambos son momentos en los que más confortable  entretejo el pensar.
   No sería yo, un fragmento de los silenciosos que aunado a los errores y horrores persisten y esperan que en frascos capturen una por una de sus "esperanzas". Les quema la piel el poder, se sonrojan y se cuelgan de un platillo de la balanza para el equilibrio de cada una de las maravillas en los cabellos de mujer o en las madrugadas con en sol atravesando los barrotes, en los pensamientos, en el sueño, en lo húmedo que es la lluvia dentro de uno después de lo afligido. Desde la ubicación de mis pies en la aventura desde mi infancia, hasta la juventud adulta en la que estoy. No sé donde estaré, pero algún día estaré ahí, la veré entreabriendo la ventana de un cuarto, tanto a esa soledad o a la otra en soledad, o como se llame, entre su vestido celeste tapizado de fotografías; que vienen siendo momentos de disfrute, inocencia, manzanas tiernas, maduras y tiempo después, tersando la piel mía. Amo los vestidos, lo formal y atrayente. Como en el rincón de las cajas,  donde se guarda el abrigo para el sereno de las mañanas en los meses de enero, el frío que obliga a tapar las entradas y cocinar para calentar las manos en un cuarto. Se aparecerá después de la crónica que no escucharé por mi hipoacusia; porque así le hago, para no sangrar. Seré yo así: estaré totalmente abstraído, y la culparé por haberme distraído, por haberme mirado.

Bendita esperanza.

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